“¡Sáquenlo! ¡Sáquenlo de aquí, no de nuevo!” vociferó el barman, pero ya era muy tarde para tratar de reducir las hormonas que se apoderaban de Lucas cada vez que se le iba la mano con varios pares de traguitos de más, muy aparte de que más de la mitad de los que recibían la noticia lo tomaban como aviso de que el show estaba a punto de empezar. Para ser exactos ya esta era la tercera función del mes, siendo también la más concurrida debido al horario estelar en el que ocurría, un fin de semana perfecto para ahogar las penas y evitar la estupidez humana por una fracción de hora en el local de cerveza más cercano. Resulta que la estupidez humana también concurre los mismos lugares que nosotros de vez en cuando.
Una conversación mal escuchada que incluía un nombre mal entendido fue suficiente para encender en Lucas la búsqueda de su siguiente bolsa de entrenamiento de carne, hueso y principalmente sangre, sangre que Lucas no lavaba de sus nudillos hasta la mañana siguiente para poder hablar de su hazaña con cualquier persona a la cual se cruzara durante su noche victoriosa. La víctima era claramente menor, pero con altura suficiente para desafiar la prepotencia de Lucas. La gente se acomodó circularmente alrededor de los protagonistas del baile, con los ojos danzando de un lado a otro mientras seguían el vaivén de brazos en el aire tan fluidos como el viento mismo. Del aire saltó un puño que Lucas sintió haber observado una eternidad frente a su ojo izquierdo, mientras movía su rostro en la dirección opuesta y evitaba quedarse tuerto. La respuesta fue un zurdazo directo al estómago, lo que acabó abruptamente el espectáculo de la velada.
El silencio duró aproximadamente tres minutos, momento en el que los aplausos se comenzaron a notar en los tímpanos de Lucas. Nunca había pasado nada parecido. ¡La muchedumbre lo aclamaba! Era el rey de la noche, por lo que no se asombró cuando el barman que tanto se oponía al entretenimiento ofrecido humildemente por Lucas colocó una corona sobre su cabeza y el honor de tomar las más finas bebidas que la taberna pudiera ofrecer. Su nombre era coreado por todos en unísono, incluso personas que Lucas nunca había visto en los alrededores.
Salió a la calle caminando con una gran caravana que lo seguía. El camino a casa nunca había sido tan satisfactorio. Rostros cruzaban miradas y sonreían con admiración ante la presencia de Lucas. Niños se acercaban a estrechar su mano y desear crecer para emular a su ídolo. Mujeres de toda edad se derretían con su pasar y ofrecían un canto como de sirena, música para los oídos de Lucas. La gente empezaba a bailar al son de la caminata, mientras la ruta se iluminaba a lo largo del paseo tablado. Fuegos artificiales reventaban sobre la casa de Lucas mientras perros se reunían a aullarle fuera de su puerta mientras la abría para entrar al hogar de un campeón, dejando fuera todo un festival girando en torno suyo.
Todo estaba oscuro. Inusualmente oscuro. La calma llenaba la habitación como nunca lo había hecho. Toda la algarabía de la calle se había enmudecido dentro de las paredes gastadas de la casa de Lucas. Se dirigió directo al baño, con pasos pausados, como si hubiera perdido el ánimo. “Debe ser el cansancio,” pensó Lucas. Se paró frente al espejo y empezó a enjuagarse la cara con desgano y pereza, “todo por el cansancio.” Al secarse la cara se percató de la existencia de una mancha que rodeaba su ojo izquierdo a manera de beso embalsamado. Lucas prosiguió a lavarse la mancha, pero cada vez que se secaba, lo único que hacía la mancha era crecer en magnitud y grosor, cada vez con más fuerza, mas poder, más espacio, más oscuro, más oscuro. El ojo estaba hinchado y Lucas desesperado, muy desesperado, extremadamente desesperado. Observó detenidamente el daño, acercándose lentamente de perfil contra el reflejo sobre el lavamanos. Centímetros de distancia lo separaban de su propio ojo magullado que al parpadear se iba convirtiendo lentamente en un puño cerrado que trataba de quebrar el vidrio de adentro hacia afuera.
Del espejo saltó un puño feroz, tirando a Lucas contra el suelo, con la nuca postrada en el frío de una almohada húmeda y dura como ladrillo, mientras la visión se difuminaba por el forzado cierre de los párpados hinchados y morados que hacían juego con el techo de la clínica que había logrado contemplar antes de sucumbir ante la inconsciencia que la enfermera alimentaba por el suero.
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